Fue aumentando la intensidad de sus embestidas. Me daba cada vez más fuerte y rudo, me tenía literalmente ensartada a su gusto, con la espalda contra la cama y su cuerpo entrando y saliendo del mío con una pasión desbordada. Hundí mis dedos en el pelo de su pecho y apreté las uñas sin jalar fuerte, lo atraje hacia mí y entreabrí los labios para que me besara. La abracé, hundiendo los dedos entonces el pelambre de su espalda y sentí el peso de su cuerpo robarme un poco la respiración, halé aire y respiré su delicioso aroma ¿A qué huele? Es un perfume delicioso mezclado con un baño escrupuloso. Me encanta un hombre cuando huele rico.
Lo abracé más fuerte y sentí su miembro, tremendo, clavándose en mis entrañas, su lengua jugueteando con la mía y sus brazos, de oso, sosteniendo su peso para no terminar de estamparme en la sábana. Se movía frenéticamente, empalándome con tanta violencia, que sentía que el suelo se cimbraba. Apreté los muslos y puse mis piernas rodeando las suyas trenzadas, jalándolo de las nalgas con mis manos exigiéndole que me la metiera más.
-¡Así! ¡Así! ¡Dámela toda!- Exigía, mientras él bufaba, clavándose entre mis piernas como una fiera, resoplando, hundiendo su sexo hasta el fondo de una manera ruda y deliciosa, su respiración acelerada, su cara con ese gesto de placer tan parecido al del dolor. Apreté las uñas en sus nalgas y él gritó sumiéndose más, profanándome hasta hacerme soltar también un aullido, con la voz rota de placer:
-No pares- Grité a todo pulmón.
Tú, que me has visto naufragar en la leche de mis venas, con mis malas compañías y mis intenciones buenas. Tú, que me has visto columpiarme en los cuernos de la luna, cotizando besos, dilapidando fortunas. Tú, que has visto cocinarse el motivo de mis penas, en mis días de malas y en mis noches buenas.
Quién diría amigo mío, que aun en tiempos de crisis, el tic tac de los relojes me aceleran en el pecho, aquellas viejas ganas de llevarte a un lecho.
Publicado en El Gráfico el 21 de octubre de 2014
Querido diario:
Vicente vive en Cuernavaca, es casado, bajito, tiene 57 años, cabello canoso, dentadura impecable y muy buen sentido del humor. Tiene talento natural para hacerme reír. Su ingenio es su carta de presentación. No es de los que cuentan muchos chistes, sino que te va diciendo las cosas de modo que cada palabra lleva un doble sentido, una ironía, un comentario inteligente para robarte una sonrisa. Me encanta estar con él. Es profesor en una Universidad privada, adora su trabajo y a sus alumnos, como profesionista, trabaja por su cuenta. Le va bien.
Me gusta estar con él, su conversación es deliciosa y, cuando nos vemos, se pasa casi toda la hora platicando. Eso sí, cuando siente que ya es tiempo, la sangre le bulle y le entran las ganas de coger, es como si lo poseyera Belcebú: Se le hinchan los ojos, se le endurece el sexo, se pone colorado y brinca sobre mis labios. Manosea mis pechos, me desnuda con prisa y, con la misma prisa, me coge.
No lo hace mal, al contrario, lo intempestivo lo convierte en una especie de animal en celo, no sé, hay algo sabroso en la forma de aparearse de los animales salvajes y él tiene esa furia. Clava sus manos en mi cintura, me penetra con entusiasmo y se deja llevar ocupado solamente en su placer, en metérmela, en poseerme, lo hace con entusiasmo, egoísmo y, a la vez, destreza. De algún modo eso me excita y se vuelve un rapidín muy disfrutable. En cuanto eyacula, se quita el condón, le hace un nudo, lo tira al cesto y vuelve a ser un hombre tranquilo y amable, se da una ducha rápida, se viste con calma y nos despedimos, hasta su próxima escapada de Cuernavaca.
Ayer, en cambio, me encontré con un Vicente distinto. No hicimos el amor ni hizo bromas, sólo nos recostamos desnudos y conversamos. A veces es así con algunos clientes, no buscan sexo, sino compañía. Vicente siempre había pedido un poco de las dos, por eso me pareció tan raro verlo triste.
Es un hombre que se toma hasta las cosas malas con sentido del humor. No vivimos en un mundo perfecto, pero ¿qué se le va a hacer? Sin dejar de reconocer el dolor de otros, no podemos poner sobre nuestros hombros las penas ajenas. Supongo que esa es una de las claves por las que siempre nos hemos entendido.
Ayer lo vi distinto, como si cargara una losa. Me contó que llegó a dar clases y miró a sus alumnos. En cada silla estaba mirándolo una niña o un niño de veintitantos años. En cada silla había una persona, suficientemente adulta para votar, hacer el amor, comprar alcohol, conducir un automóvil, decidir sobre su vida, defender una opinión, perseguir una meta o planear un futuro; pero también suficientemente joven para no ser del todo independientes, para necesitar el apoyo o al menos la guía de sus familias, para tener mucho más por vivir que historia vivida. Estaba parado frente a un grupo de adultos tan nuevos que no alcanzaba a distinguirse en ellos el límite entre la infancia y la madurez.
Cuando estuvo allí, no pudo evitar pensar en las noticias que venía escuchando en la radio. Pensarse a sí mismo, no en una escuela cómoda y urbana, sino como maestro de una normal rural. Se puso en los zapatos de un maestro de Ayotzinapa.
Vio de nuevo a sus alumnos y pensó qué sentiría si desapareciera una de esas caras jóvenes. Qué vacío sentiría él como maestro, qué angustia sentirían sus padres, sus hermanos, su familia, sus amigos, sus seres queridos. Pensó entonces qué sentiría si de golpe desaparecieran todos.
La gente no desaparece, su ausencia no se cuenta en sillas vacías, ni el peso de la ley devuelve el alma al cuerpo. A veces, cuando escuchamos hablar de normales rurales, parece un tema tan ajeno, parece difícil identificarte con ciertas formas de hacer protesta o de entender el mundo, pero ver las fotos de esos jóvenes, es como mirar un espejo: la misma carne, los mismos ojos, los mismos sueños.
Iguala fue un acto brutal. No es algo ajeno que pasó en una ciudad pequeña de Guerrero. No es un asunto de normalistas. Es un tema nacional y de todos. Como ciudadanos, debemos ser empáticos con las víctimas. Alguien ordenó matarlos. Muchachos desarmados y sometidos, fueron torturados y acribillados. Un horror.
Ayer Vicente no sonrió, ni hizo bromas. Me platicó de sus alumnos y de lo mucho que los extrañaría. Me dijo, tragando saliva, que si algo les pasara se iría a buscarlos. Yo nunca hablo de política y cuando mis clientes lo hacen, cambio de conversación. Es un tema en el que difícilmente quedas bien y que no se lleva bien con el sexo ni con este espacio. Esto no se trata de política, pero si del dolor de un amigo. Un dolor que comparto. No sólo por los jóvenes que, en lugar de estar en su escuela, son una ausencia tormentosa, sino por cada ser humano que hoy no está con los suyos, por cada madre o padre que espera saber de su hijo, por cada desaparecido en un país, como a Vicente, al que le urgen motivos para volver a reír a carcajadas.
Hasta el jueves
Lulú Petite
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Amar es sentir una gran necesidad de saber que otra persona se siente feliz, que está bien, que una sonrisa se dibuja en su boca y que tiene un equilibrio entre cuerpo y espíritu que le mantienen alegre.
Amar es esperar que el sentimiento hacia esa persona sea recíproco, que ella también sienta por ti lo que tú por ella, sin embargo, eso no condiciona al amor, sólo lo hace más placentero.
Hay quienes piensan que amar es un verbo que se conjuga de dos en dos, desde esa hermosa segunda persona del plural que hace del “nosotros” un himno a la alegría, pero amar se puede hacer en solitario, es un verbo noble y versátil que depende mucho más de lo que siente que de lo que recibe.
Amar no tiene que ver con caricias, con besos, con andar tomados de las manos ni disfrutar de un amanecer en un abrazo. Amar es compartir lo cotidiano, conocer fortalezas y debilidades, días buenos y malos, apreciar los defectos, admirar las virtudes, no esperar nada a cambio y sentir ese impulso incontenible de dar, dar y dar, porque dar, así sea el saludo o la vida, te significa una satisfacción plena.
Pero lo más importante: Amar nos hace mejores personas.
Querido diario:
No sé si soy poco tolerante o realmente en las últimas semanas la ciudad es un desastre vial. No lo digo por las marchas que, ultimadamente, si más o menos te informas, sabes a qué hora comienzan, por dónde pasan y a qué hora terminan (Sobre aviso no hay engaño). El problema es que, además hay obras por donde quiera: Achicando banquetas, restringiendo calles, abriendo unos agujeros y tapando otros. Moverse en la Ciudad de México se ha convertido en una tortura.
Aunque la mayoría del tiempo es hora pico, generalmente como de las once de la mañana a la una y media de la tarde el tráfico disminuye. Pero últimamente no. El caos es igual a toda hora.
Me costó casi cuarenta minutos llegar con un cliente que quería su mañanero. Según él tenía prisa. Es lo normal, con este ritmo de vida todo mundo anda con el tiempo medido, unos minutos pueden volverse horas.
Quedé de verlo a las once y media. Llegué pasadas las doce. Por el retraso los dos estábamos de malas. Yo por el tráfico, él por la espera.
El hombre olía tremendamente a cigarro. Después de venir fumando mofles, lo último que quería era darle un beso a un cenicero. Igual sonreí, hicimos plática y con buena vibra logramos reestablecer el ánimo.
Fue un alivio enorme cuando, sin que yo se lo pidiera, antes de comenzar a acariciarnos, sacó de su portafolio un cepillo de dientes y se lavó la boca. Agradecí el gesto cogiéndomelo con el mayor entusiasmo posible. Creo que lo disfrutó. En lo personal, debo admitir que con lo estresada que iba el sexo no fue placentero, pero tampoco desagradable. Simplemente un trabajo bien cumplido. Compensé mi retraso acompañándolo unos minutos más.
Cuando salí del motel recibí una llamada de Miguel, un excompañero de la escuela, recordándome que habíamos quedado de comer esa tarde y advirtiéndome que por ningún motivo perdonarían que los dejara plantados.
Iba a vuelta de rueda por viaducto cuando recibí otra llamada. Era Raúl, un cliente a quien aprecio. Lo veo varias veces al año, pero siempre anda a las carreras.
Me preguntó si podía atenderlo. Él, como de costumbre, ya estaba instalado, listo para darme el número de habitación. Le dije que sí. Después de todo, apenas pasaba de la una y media. Al motel no se hacen más de diez minutos, así que atendiendo a Raúl, calculé que sin broncas estaría a tiempo, a las tres en Polanco, en la comida con mis amigos.
Sí, ¡ajá! Cuarenta y cinco minutos después, todavía atorada en el tráfico recibí otra llamada de Raúl. Ya sacado de onda. Fui llegando casi a las dos y media. Claro, mentando madres contra el maldito tráfico.
Él disponía ya de muy poco tiempo y, con toda la pena del mundo, estaba planteándome la necesidad de cancelar. Es un hombre extraordinariamente amable, así que me recibió con la sonrisa de siempre, proponiéndome en principio, posponerlo. Igual pudo más la calentura, porque por más que intentó no pudo contenerse y me dio un beso. Una cosa llevó a la otra y terminamos haciendo el amor con entusiasmo. Sentada en el tocador, con las piernas abiertas, comiéndome sus besos y siendo penetrada deliciosamente por un hombre que, es de reconocerse, sabe lo que hace.
Me hizo el amor de prisa, ambos a medio desnudar y entre gemidos exquisitos. Debo admitir que lo hizo tan bien que, a pesar del rapidín y con todo y el estrés, logró provocarme un riquísimo orgasmo. Cuando terminamos eran más de las tres de la tarde ¡Demonios! Yo ya debía estar en Polanco.
Me duché lo más rápido que pude. Raúl, con mucha pena, me dejó en la habitación porque ya el tiempo le estaba ganando. Cuando salí del cuarto, en la cochera de a un lado, estaba un taxista discutiendo fuertemente con un huésped.
Lo reconocí de inmediato, era un actor y cantante famoso. Es raro que los famosos se hospeden en moteles, el riesgo de una foto o de una indiscreción es mucho. Pero él no estaba en condiciones de calcular riesgos, traía una borrachera combinada con sabrá qué diablos, que apenas le permitía discutir con el taxista. Traté de no prestarle atención.
Igual, cuando me vio, caminó hacia mí y me saludó como si nos conociéramos. Se acercó y hablándome casi al oído, me pidió que me quedara. Quería compañía profesional, pero no trabajo con quien no puede mantenerse en pie, menos con quien no puede pagarle a un taxista sabrá qué clase de deudas.
Al ver que hablaba conmigo, el taxista trató de cobrarme a mí lo que él le debía. Tuve que explicarle que yo, más allá de la tele, al tipo ni lo conocía. Los dejé arreglando sus asuntos.
Sonreí y seguí mi camino. En la calle, el tráfico seguía a vuelta de rueda. Me chocó darme cuenta de que la mayor parte de mi mañana la había perdido manejando a velocidad de caracol. Decidí que no dejaría que eso me arruinara la tarde. ¡Al diablo el tráfico!
Llegué a comer como a las cuatro. Apagué mi teléfono y disfruté la compañía de mis amigos. La pasamos de maravilla.
Hasta el jueves
Lulú Petite
Querido diario:
La habitación está a media luz. Esa tenue que sale de unas lámparas estratégicamente colocadas detrás de las cabeceras para darle un toque más romántico a estos niditos de amor de pisa y corre. Apenas se escucha ruido en la calle. Son más de las diez de la noche, la ciudad se toma un merecido respiro.
Afuera hace frío, el viento sopla anunciando ya la inminente temporada decembrina. En unos días las luces en calles y casas comenzarán a despedir el año.
Me invita a pasar. Camino por el piso imitación duela de esa habitación en la que he estado varias veces. El motel tiene muchas habitaciones, son cinco pisos más el montonal de villas (habitaciones con garaje propio) en la planta baja, es uno de los más grandes, sin embargo, no sé si por karma o coincidencia, esta habitación me ha tocado muy a menudo y siempre he atendido a buenos clientes aquí.
Me gusta. No es que sea del todo supersticiosa, pero tengo mis mantras, amuletos y rituales. Creo que si encuentras cosas o rutinas que te dejan afirmarte en positivo o cargarte de buena vibra, te estás predisponiendo al éxito. En el peor de los casos, no hacen daño, y en el mejor traen buena suerte. Creo que el triunfo se conquista y el éxito se gana, pero no está de más ayudarle al destino, esperando que la casualidad también se ponga de tu lado. Supongo que por eso me alegra cuando, por coincidencia, me llaman para atender a alguien en esa habitación.
El cliente es un hombre amable. Tendrá unos cuarenta años, muy alto y grueso, fácil pesa unos ciento veinte kilos. Cabello corto estilo militar, manos grandes, cara redonda, sonrisa dulce. Es tan grande que no sé si voy a ponchármelo o a escalarlo. No es que sea gordo, más bien es enorme, como un ropero antiguo o un ahuehuete. Estoy cansada, vengo de atender otro compromiso.
Fue en un motel cercano con un cliente que me llama seguido. Me gusta atenderlo y es buena onda, pero siempre me deja muy cansada, hace el amor con mucha intensidad y tarda en venirse. Yo prefiero el sexo con más ternura y soy de orgasmos rápidos, así que el sexo pesado termina moliéndome.
Cuando veo al nuevo cliente, enorme como montaña, siento escalofríos. Mi cuerpecito no está como para otra sesión de sexo rudo ¡Lo siento! No me puse Petite por francesa, sino por chiquita. Un gigante a mí me rompe. Cierro los ojos esperando que, al menos, no tenga el pito así de grande. Respiro profundo y le pido que me dé un minuto, para pasar al baño.
Tenía que lavarme los dientes, pero también recuperar el ánimo. Hay que atender a un cliente y él va a pagar por pasársela bien, no es cosa de él si es el primer palo del día o si recién bajé del guayabo, igual está comprando tiempo de calidad y es lo que debo darle.
Salgo, con una sonrisa tímida, pero seductora. Mi cuerpo es frágil y lo sé. Me acerco a él y me pongo a su disposición.
Miro sus manos enormes, moviéndose hacia mi cuerpo, desabotonar mi blusa. Veo mis senos asomarse y cómo van surgiendo mis pezones que, al sentir el tacto de aquel hombre, reaccionan y se endurecen, como un par de frutas maduras. Sonríe y me besa los labios.
Me veo en el espejo cuando mis dedos buscan su pecho y bajan hasta la hebilla de su cinturón intentando zafarla. Él sonríe y jala el cuero de su cinto, se baja la cremallera, mete su mano y, sin dejar de mirarme a los ojos, saca su miembro ya erecto. El peso de sus pupilas es como un reto.
No le quito la mirada de los ojos, pero con la mano busco su sexo. Es grande, pero dentro del rango de lo aceptable. No es gigantesco, como hubiera imaginado en ese titán.
Detrás de nosotros está la cama. Me sigue besando, baja sus manos por mi espalda y las pone firmes en mis nalgas, aprieta y me levanta del suelo con mucha facilidad. Me toma por sorpresa y siento un temblor en el cuerpo parecido a la emoción, como cuando vas por una bajada súbita en la montaña rusa.
Me lleva flotando hasta la cama y me deposita en ella con tanta suavidad como si temiera romperme. Se desnuda frente a mí y sigue con los besos, mientras termina de quitarme la ropa. Lo hace con sensualidad, disfrutando con besos y caricias cada espacio cedido a la desnudez. Él mismo toma un condón de la mesa de noche, se lo pone y, tomándome por debajo de los muslos me levanta y me ensarta de una estocada.
Me estremezco. Siento en todo mi ser el delicioso tormento de su intromisión, de su sexo llenándome y haciéndome volar. Se mueve entrando y saliendo, con la furia de la marea alta, en su cara se dibuja una sonrisa tierna mientras me tiene sometida, penetrada, gozosa. De pronto un temblor me llena, siento el orgasmo crecer como una inundación, grito al mismo tiempo que él se convulsiona llenando el condón, cambiando la sonrisa por un gesto de inminente placer, de perdición. Me mira a los ojos después del orgasmo, sonriendo de nuevo, sin sacármela. Le devuelvo la sonrisa y pienso: Sin duda ésta es mi habitación favorita. La de la suerte.
Hasta el martes.
Lulú Petite
Si no sabes besar, ya valiste gorro en el sexo. En el beso empieza todo y es la forma de mandar los mejores mensajes al resto del cuerpo. Un buen beso te puede llevar a la cama de volada. Un mal beso, te puede llevar con Manuela.
Acá cinco cosas a considerar a la hora de besar:
Qué
Cuida tu boca. No sólo en lo que dices, sino tu higiene bucal, compra una crema para los labios, mantenlos humectados, cuida tu salud dental, lávate los dientes, usa enjuague, hilo dental y, si no puedes usar pasta y cepillo antes de intentar el beso, trata siempre de tener pastillas de menta (sin azúcar), algo que refresque tu aliento.
Cuándo
Date a desear. No te lances de inmediato al beso, tampoco lo pidas. El beso se tiene que trabajar despacio. Primero una conversación, un poco de jugueteo, cuando esté bajando la guardia, busca sus manos, toca su cabello. Si te deja, si no se incomoda, vas por buen camino. Dile entonces cosas en voz baja, de modo que tengas que acercarte al oído, mírala a los ojos, si te sostiene la mirada, haz como si fueras a besarla, acércale tus labios sin tocarla detente un segundo, no más, tómala de la mano o de la cintura y entonces, roza tus labios en los suyos. Un beso suave, como el que le has dado antes en la mejilla, échate un poco para atrás mírala a los ojos y, después de decir algo parecido a -no podía esperar más- vuelve a sus labios y dale un beso más apasionado. Nada mejor que un beso robado. Pedido, te quita puntos.
Cómo
Bésala poco a poco. No metas tu lengua ni babes un San Bernardo, besa sólo sus labios, la lengua apenas rozándolos, puedes besar por un momento el labio superior, luego el inferior, dar ligerísimas mordidas, sacar un poco tu lengua y, si ella hace lo mismo, déjate llevar. El beso es como el baile, el truco es entender a la pareja y agarrar el ritmo.
Dónde
Los labios es el único lugar donde dos besos se vuelven uno, pero al alcanzar esa meta, hay muchos lugares más donde puedes besarla. Los más recomendables, antes de llegar a la cama: sus lóbulos, la parte de atrás de la oreja, el cuello, la comisura de los labios. Sus hombros, su nuca. Puede parecer raro, pero arriba de la frente, donde nace el cuero cabelludo, es una zona erógena poco conocida. Recuerda que al besar, no sólo se trata de tronar los labios, puedes oler, lamer o chupar, siempre que no te excedas con la saliva.
Cuánto
Eso lo sabrán ustedes. Si quieres alargarlo o, mejor aún, seguirlo en la cama, no seas monótono. Huele su cabello, háblale en voz baja, dile cuánto te gusta, toca sus manos, tómala de la cintura, acaricia su espalda, su nuca, su cráneo. Mide sus reacciones, nunca acaricies sus nalgas o sus pechos antes de que estés seguro de que es lo que quiere. No te preocupes, lo sabrás.
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